........................esta segunda inocencia
que da en no creer en nada.
Antonio Machado

viernes, 10 de septiembre de 2010

El huevo y las patatas




(Characters and events depicted are not fictitious)





                Arduo es el camino hacia la excelencia en el relato en plan Guy de Maupassant, Cortázar o Hemingway; quizá era más fácil en la terraza del Café de Flore con una libretilla y un lápiz norteamericano cuando en París había la tercera o cuarta parte de la población de ahora. En ese camino, pueden servir de ejercicio las siguientes líneas. Infringiré dos de mis principios: aparezco yo, el relato es auténtico. No importa. Goya escribió al pie de un dibujo a los ochenta años: "Aún aprendo."



Yo comía en Correos con dos idiotas; uno era compañero de trabajo, y el otro, que me detestaba, amigo suyo. Comíamos allí porque era más cómodo y barato que ir a casa, comer y volver por la tarde. Y se comía bien por treinta céntimos de euro.



Un día vino un viejo y se sentó a nuestra mesa. Por alguna razón. Nos presentamos, estrechó la mano de los otros y dejó la mía colgando en el aire. Me extrañó. No me sorprendía el aborrecimiento del idiota de mi edad (me había pasado la niñez y la juventud siendo aborrecido), pero yo respetaba mucho por aquel entonces a las personas mayores, que incluso si (lo sospecho hoy) no me detestaban mucho menos, solían tener el detalle de ocultarlo.



A lo largo de la humilde comida de treinta céntimos que siguió se desveló el misterio: yo era de Madrid (aún lo soy), y el señor era de un pueblo cercano, y durante la guerra les habíamos estado robando los madrileños las patatas a todos los pueblos cercanos, con lo que algo se comía en Madrid, pero en los pueblos se pasaba hambre. Y yo, que nací diez años después de terminar la guerra, había heredado el pecado de mis antepasados (que por cierto llegaron a Madrid unos pocos años antes que yo al mundo). Era ése el motivo de la denegación del saludo. Llevaba (el señor) un pastillero redondo de un tipo que no he vuelto a ver, con unos ocho compartimentos. Nos despedimos. No fue la última vez que pagaba yo el delito de ser de Madrid, pero serían otras historias. Por otra parte, lo pago con mucho gusto con tal de ser de Madrid.



Al día siguiente, tocó huevo frito de segundo plato. Con patatas. Vaya. Yo estaba distraído hablando con mi compañero, y algo soñoliento, la verdad, cuando el otro idiota señaló directamente mi plato y dijo: no te comas éso. Al mirar el plato, vi el huevo cubierto completamente de pedacitos de vidrio, cuyo brillo se confundía con el de la clara y la yema, y que yo me disponía a ingerir (nada como un huevo frito con mucha sal).



El idiota seguramente me salvó de algo, no sé muy bien, y aquel anciano me dejó con el saludo colgando por algo de lo que yo no tenía la menor idea. Reflexiono sobre ello, y no hallo moraleja alguna; pero si la hallara, no la declararía. Borges lo dijo: no aspiro a ser Esopo.

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