Una mesa
Me senté a la mesa del café, aromático de orina, y al instante me asaltó el viejo problema filosófico: ¿A cuántos minutos de mesa coja tiene uno derecho por un café con leche? El dueño había colocado en la pared dos escudos de regular tamaño de los equipos rivales, por lo que lo pensé hombre conciliador. O -pensé después- deseoso de atizar las rivalidades deportivas. Qué complicado es todo, pensé mientras sacaba el lápiz y la libretilla e intentaba creerme Hemingway. Pensé en toros, en cebollas, en vino y en hambre. En esposas locas de Scotch Fitzgerald y en resacas. En obras escritas a máquina extraviadas. En grandes Gatsby. En A moveable feast. En viejos y en mares. ¿Quince minutos?
Vamos, el dueño no podía ponerse quisquilloso, aquéllo estaba vacío. Yo no estaba desplazando a un cliente más gastador. Aún así, pedí un bocadillo de jamón y queso. Ésto me dará otros quince minutos por lo menos, por el precio. Veinticinco minutos. Miré penetrantemente a las paredes, a la calle. Siempre miro penetrantemente, quizá por curiosidad, quizá por miedo: espero que lleguen del pasado los compañeros de colegio que me daban puñetazos en los oídos, aunque nunca han vuelto. Por ahora. Pero los dueños de bares tienen que pagar el alquiler, los locales cuestan una barbaridad. Las existencias... bueno, éso depende. Escribí los álamos montaban guardia a lo largo del río mientras una luna llena amenazaba desplomarse sobre el castillo medio derruido y ella no llegaría nunca seguramente.
Miré el reloj; me quedaban veinte minutos, y yo era el dueño indiscutido de momento de aquella mesa. Luego pediría otro café. Con gusto una copa; pero el médico me ha prohibido beber. Escribía en un café, como hacen los escritores siempre. El dueño -sería el dueño por su actitud- detrás del mostrador ajustaba el dial o el volumen de la radio, o ambas cosas.
Nadie me había llamado la atención nunca en un café por utilizar una mesa demasiado tiempo -por otras cosas sí-, pero el problema filosófico permanecía (y permanece). Me dije carajo, si piensa que estás abusando de la mesa no tiene más que decírtelo. ¿Cómo se llamaba la conciencia en exceso escrupulosa? Hace tanto tiempo que me enseñaron esas cosas en el colegio. Debajo del mostrador, diversos alimentos para acompañar la bebida: bocadillos, tortilla de patatas, carnes de dudosa procedencia invitaban a seguir el consejo de Malraux: vivid peligrosamente. Escribí en la libretilla: Triste noche era aquélla de aniversario.
Miraba otra vez penetrantemente a la calle -aunque en ella poco había por penetrar- cuando entraron un hombre y una mujer, que se sentaron a la barra y pidieron un whisky y un vodka con naranja, después de saludar cordialmente al dueño (debía de ser el dueño).
-Venga, saca éso- dijo el hombre.
-Cuando se vaya el poli- dijo el dueño en voz baja, y la chica me miró.
Al cabo de un momento me levanté despacio, y procurando no mirar con penetración a ningún lado me acerqué a la barra y pagué la consumición con toda la dignidad que pude, y salí a la calle. Así comprendí que se puede estar de más en un bar aunque no se ocupe una mesa demasiado tiempo en relación con lo que uno consume.
Miré el reloj; me quedaban veinte minutos, y yo era el dueño indiscutido de momento de aquella mesa. Luego pediría otro café. Con gusto una copa; pero el médico me ha prohibido beber. Escribía en un café, como hacen los escritores siempre. El dueño -sería el dueño por su actitud- detrás del mostrador ajustaba el dial o el volumen de la radio, o ambas cosas.
Nadie me había llamado la atención nunca en un café por utilizar una mesa demasiado tiempo -por otras cosas sí-, pero el problema filosófico permanecía (y permanece). Me dije carajo, si piensa que estás abusando de la mesa no tiene más que decírtelo. ¿Cómo se llamaba la conciencia en exceso escrupulosa? Hace tanto tiempo que me enseñaron esas cosas en el colegio. Debajo del mostrador, diversos alimentos para acompañar la bebida: bocadillos, tortilla de patatas, carnes de dudosa procedencia invitaban a seguir el consejo de Malraux: vivid peligrosamente. Escribí en la libretilla: Triste noche era aquélla de aniversario.
Miraba otra vez penetrantemente a la calle -aunque en ella poco había por penetrar- cuando entraron un hombre y una mujer, que se sentaron a la barra y pidieron un whisky y un vodka con naranja, después de saludar cordialmente al dueño (debía de ser el dueño).
-Venga, saca éso- dijo el hombre.
-Cuando se vaya el poli- dijo el dueño en voz baja, y la chica me miró.
Al cabo de un momento me levanté despacio, y procurando no mirar con penetración a ningún lado me acerqué a la barra y pagué la consumición con toda la dignidad que pude, y salí a la calle. Así comprendí que se puede estar de más en un bar aunque no se ocupe una mesa demasiado tiempo en relación con lo que uno consume.