Un hombre debía endurecerse, no podía ser un sentimental. (John LeCarré, The looking-glass war)
Érase una noche templada, casi fría,
aunque corría agosto o septiembre,
en aquel pueblo de verano todo agua y verde y menta.
Sonaban las chicharras o los grillos, no lo sé
(uno es carne de asfalto y por ende ignorante).
Habíamos cogido un perrito que iban a matar
(al final fue lo mismo, pero éso es otra historia).
De madrugada cantaban en el patio,
y mi sueño siempre ha sido ligero y desperté.
Mi madre había oído al perrito-bebé llorar de madrugada,
y en camisón lo mecía en el patio
(eran las cinco, si no recuerdo mal),
mientras cantaba para consolarle.
Yo supongo que me tomé un café
y a media mañana volvería a dormir,
mientras ella seguía con sus tareas.
Ya se sabe, esas cosas que hacen las mujeres
que no trabajan:
la comida, lavar, preocuparse por todos, cuidarse de la compra,
consolar a los hijos...
El perrito-bebé anduvo por allí, y alguien en mitad de la noche
se ocupó de su miedo y de su desamparo
y le hizo de madre y fue la madre.
(Al final fue lo mismo, pero estaba cantado
y es otra historia y demasiado triste incluso para mí).
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